domingo, 10 de julio de 2011

AQUELLOS MAESTROS DE LOS RONCHITOS

El maestro de los ronchitos en el bolsillo

José Luis Montes pone fin a 36 años de docencia en los rincones más difíciles de las aulas

10.07.11 - 02:47 -El maestro de los ronchitos en el bolsillo
En un mundo dominado por los profesores, a él le gusta que le llamen maestro. Puede ser porque José Luis Rodríguez Montes evoca en esa palabra la esencia de aquel enseñante de La Felguera que dirigió sus pasos infantiles y le convirtió en el primer nieto de su familia que llegaría a la Universidad. O por su sentido cristiano de la vida, en el que en toda su amplitud cabe una educación integral mucho más dirigida a conformar personas que cerebros. Podría pensarse incluso que su forma de enseñar es consecuencia de unos destinos docentes especialmente difíciles, repartidos entre aquel viejo colegio de Tremañes y el actual Instituto de Educación Secundaria Fernández Vallin. Los que conformaron toda su vida. Los que absorbieron todo su amor.

Pero algo en este hombre a punto de incorporarse al club de los 60, de mirada opaca y serena, con los ojos aún húmedos por la despedida de compañeros de tantas horas de aulas y despachos, de regalos que llegan de 16 años atrás, ya indicaba en sus años juveniles que llegaba a la docencia dotado de ese escaso don que convierte al profesor en maestro. Tenía 24 años cuando estrenó su primer destino en Carreña de Cabrales. Con su bisoñez aún a cuestas, hubo de subir andando cada lunes a un Robledo de Somiedo por entonces aislado, sin ni siquiera pista forestal por la que caminar. Llegaba cada lunes con cuatro barras de pan blanco de la panadería de Belmonte de Miranda y las repartía entre sus alumnos a cambio de hogazas menos blancas hechas en casa.

Aquello solo fue el primer indicio de cómo entender la enseñanza, un método sin normas que desarrolló en toda su plenitud en Gijón a lo largo de 28 años repartidos entre los 12 de su colegio de Tremañes y los 16 con sus chicos del Fernández Vallín. Siempre a contracorriente. Bailando la pieza más difícil con el ritmo más incontrolable. Pero se le da bien. Y le gusta. Partidario confeso de la doctrina bíblica de que al pobre no hay que darle peces sino enseñarle a pescar, defiende por encima de todo la dignidad personal, aquella que emana de cualquier situación de la vida

Un saco de trigo para plantar y otro para comer. 

Con esa filosofía personal llegó aquel joven Montes al colegio de un Tremañes recién nacido a la democracia. Dominado por gitanos y portugueses. Rodeado por Villacajón y chabolas. Y lo dirigió con becas, material gratuito y bancos de libros. Con duchas antes de clase y una renovación de lápices y libretas solo a cambio de los anteriores consumidos. Con una aportación, aunque fuera de unas exiguas cinco pesetas, a las actividades colegiales, y con la creación de una brigada estudiantil que reparaba los desperfectos que ellos mismos ocasionaban. Sin castigos. Sólo por el concepto de que nada que es gratis se valora. Por el convencimiento de que esa misma valoración dignifica. Horas y sueño allí invertidos. Pequeños chantajes de palo y zanahoria, que convertían el arreglo de una moto en el hijo pequeño lavado y que derivaron a lo largo de los años en más de una úlcera esofágica.

Era el momento del traslado. Al Fernández Vallín. A un destino clásico. Matemáticas. Pero duró poco. Un curso. Al final, más que buscar, la vida le encuentra a uno. Y empezó a trabajar con adolescentes fracasados escolarmente. Chicos de 15 a 20 años difíciles, de familias desestructuradas, encuadrados en lo que se ha dado en llamar garantía social. Y lo volvió a conseguir. Les insufló autoestima, respeto por sí mismos y por los demás. Les llevó a París de viaje de estudios y les premió cada día con un caramelo. Un ronchito. Los compraba por kilos.

Aún hoy, ya fuera del aula, los lleva en el bolsillo. Para cuando se encuentre con un alumno y, como ayer, le diga que tiene un ronchito para él. Y el chaval, de 18 años, cuadrado, curtido, con novia, extienda la mano, desbordante, a la espera del premio.

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