martes, 22 de mayo de 2007

Isidro del Río, alcalde republicano


Como concejal fue el promotor de la Gota de Leche y más tarde, en las elecciones de 1931, se convirtió en el primer regidor de la ciudad elegido democrática mente tras el cambio de régimen
POR JANEL CUESTA
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Cuando estamos a la puerta de la efervescencia electoral y no pocos luchan por ocupar un sillón en el salón de plenos de nuestro Ayuntamiento, y, por supuesto, el objetivo principal es conseguir la presidencia de la corporación municipal, cabe recordar que choca todo ello años más tarde con el ingrato olvido de que hacemos gala los ciudadanos de a pie respecto de nuestros ediles cuando, pasado un tiempo, no mucho, hacemos buena la socorrida frase: si te vi no me acuerdo.

Por eso en más de una ocasión hemos dedicado varias páginas a recordar a algunos alcaldes del pasado, y hoy hacemos justicia con Isidro del Río Rodríguez que fue alcalde del Ilustre Ayuntamiento de Gijón allá por el año 1931 y, aunque para muchos gijoneses esta fecha queda muy lejana, en cambio los de cierta edad le recuerdan por muy variados motivos, pero fundamentalmente por haber sido el primer alcalde republicano elegido democráticamente y, por si esto fuera poco, también en su dilatada vida de empresario dejó huella como industrial del ramo de la fundición cuyo legado ha llegado hasta nuestros días.

Isidro del Río Rodríguez nació en Tremañes en el año 1869 en el seno de una familia modesta y numerosa, como era habitual por aquellas fechas. Hijo de Manuel del Río, natural de Luanco y de Balbina, gijonesa oriunda de la parroquia de San Julián de Somió, y después de cursar los primeros estudios en la escuela pública de su mismo barrio, comenzó de muy joven a trabajar en la Fábrica de Kessler, Laviada y Compañía, situada por entonces en la calle de La Rueda, dentro del barrio del Carmen, y fue distinguido por la empresa al jugarse la vida para sofocar un grave incendio que se produjo en la sección de máquinas. El jovencísimo Isidro del Río, sin pensárselo dos veces, atravesó las llamas y pudo abrir todos los grifos del agua próximos a los talleres, evitando la total destrucción de la fábrica. Este suceso le dio un gran prestigio personal entre sus compañeros de trabajo y tuvo un considerable eco en los medios de comunicación de la época.

Emprendedor

Prueba del dinamismo del joven Isidro del Río, es que en el año 1890 cuando sólo contaba 21 años de edad ya regentaba su propia empresa la Fundición Isidro del Río, ubicada en la actual Avenida de los Hermanos Felgueroso, próxima a lo que se conocía como la Cruz de Ceares. El auge de su industria iba parejo con su inquietud social e interés hacia los temas culturales, por lo que no tardó en involucrarse políticamente como hombre liberal y republicano llegando a ser presidente del Centro Instructivo Republicano de la Villa de Gijón.

Isidro del Río Rodríguez contrae matrimonio con la joven María Buznego Pérez, de cuya unión nacerían cinco hijos: Agapita, Maruja, Cándida y los varones Luis y Pepe, que fallecerían años más tarde durante la Guerra Civil del año 1936. Pero para esas fechas ya se habían producido en toda la nación, y en Gijón principalmente, sucesos de notable importancia histórica, puesto que en el año 1922 Isidro del Río formó parte de la corporación municipal que presidía el alcalde don Arturo Rodríguez Blanco, teniendo a su cargo temas sociales y culturales. Desde esa concejalía fomentó la creación del edificio de la Gota de Leche a través de la Junta de Protección de Menores, proyectó asimismo las famosas casas baratas del barrio de El Coto para los empleados municipales y adquirió los terrenos para la escuela publica de La Guía, entre otras muchas actividades que no pudo concluir, puesto que cesó en la concejalía con la llegada de la dictadura del general Primo de Rivera.

El triunfo de 1931

Permaneció apartado de la política oficial hasta la llegada de la Segunda República en el año 1931, cuando ocupaba la alcaldía don Claudio Vereterra y Polo. Concretamente el 16 de abril de dicho año, siendo presidente de la República Alcalá Zamora, con el triunfo de la Unión Republicana Socialista, de los 38 concejales con derecho a voto, 31 pertenecían a la coalición de repúblicanos-socialistas y los otros siete de ascendencia monárquica estaban agrupados bajo las siglas Candidatura Gijonesa. El prestigio y fidelidad a las arraigadas ideas republicanas de Isidro del Río propiciaron la amplia victoria ante sus rivales políticos, puesto que obtuvo 24 votos sobre los cinco votos del repúblico-federal Ramón Fernández González, y sus otros dos contrincantes Luis Blanco Rodríguez y Julián Ayesta Manchola que obtuvieron un voto cada uno. También hubo un voto en blanco.

En aquella primera corporación municipal de la II República, en la que todo Gijón vibraba de euforia ante el esperanzador futuro, formaban parte también relevantes gijoneses tales como Gil Fernández Barcia, José Valdés Prida y Vicente del Castillo, que serían tres de los siete tenientes de alcalde, así como los concejales Félix Guisasola y García Castañón, Severino Cadavieco González, Robustiano Ceñal Morís, Manuel Tuya Cifuentes, Dionisio Morán Cifuentes, Juan Manuel del Busto, Germán de la Cerra Lamuño y Urbano León Quirós, entre otros.

Legado a la ciudad

Aunque sólo permanecieron en el Ayuntamiento hasta el 11 de diciembre de 1931, llevaron a cabo importantes realizaciones, como fueron la potenciación de los centros de enseñanza y asociaciones culturales así como necesarias obras de urbanismo, ensanche de calles, la gratuidad de libros en el instituto de Jovellanos, Escuela de Comercio y Escuela de Trabajo y por supuesto los tradicionales cambios de nombres de calles y la deseada cesión del Cerro de Santa Catalina para convertirlo en parque público.

Lograron de la Caja el regalo de una libreta a todos los niños nacidos el día de la proclamación de la República.Siguió con su actividad empresarial y cultural hasta su fallecimiento el día 14 de junio de 1941, a los 72 años, y la fundición que llevaba su nombre continuó hasta el año 1970, gestionada por su yerno, Marcos Bassi, esposo de Maruja del Río, y sus nietos Pedro García del Río y Luis del Río Peláez, y finalmente en La Calzada por su otro nieto, Isidro del Río. Esta sería otra larga e interesante historia. Sirva de ejemplo que las clásicas barandillas del Muro de San Lorenzo fueron precisamente obra de la Fundición Isidro del Río.

domingo, 20 de mayo de 2007

PARROQUIA DE TREMAÑES ARRASADA


Aunque Xosé Nel Caldevilla escribía, tiempo ha, un utópico artículo, titulado: “Por Tremañes no pasarán”.

La realidad siempre se muestra más tozuda que el deseo o la utopía.
La parroquia de Tremañes siempre fue la malquerida del Gijón de mis amores, su historia como entidad parroquial, con sus Quintas y zonas residenciales de nobles o regentes, prácticamente se la ha comido el olvido.

Tambien se olvida su relación con la diosa romana de la Fortuna Balnearia, y hasta la existencia de un cierto marquesado con plaza en la zona; y a buen seguro que algún cronista playu si Salmerón hubiera dormido en Somió, pongo por caso, se sabría en que casa habia pernoctado, o cómo era ésta, y hasta alguien se devanaría los sesos para saber como eran sus propietarios, su parentela, pero si lo hizo en alguna Quinta de Tremañes, como mucho se mencionará la parroquia y en todo caso se daria la cosa como si hubiera sucedido en el quinto infierno.

Y no hablemos de una zona donde vivió y se asentó una buena parte del dirigentismo obrerista del siglo XIX y XX, que seguramente buscaba paz, y precios de alquileres más asequibles.

Por estas tierras anduvo un huérfano político como Belarmino Tomás, y hasta hubo Comités Republicanos y cierta presencia anarquista, lo que no está nada mal para una parroquia rural.

Hay luego otra historia, ya prácticamente olvidada o que se quiere olvidar a todo trance, y es la de Tremañes como territorio fronterizo, aquel donde los primeros emigrantes levantaban sus chavolas, algunos de los cuales hoy prósperos ciudadanos residentes en otros barrios más relucientes y de más cachet.

Vecinos que renuncian a esa ciudadanía de origen, que hoy debe parecerles como de tercera, y por eso muchos se guardan decir que uno es oriundo de Tremañes.

Fue este un territorio obrero por excelencia, de emigración, y porqué no decirlo de marginalidad épocas en las que todo el mundo se tapaba las narices por lo raro que olían los gitanos y portugueses que ocupaban los territorios de la Dehesa o de Villacajón. Barrios que nuncan saldrás en las historiografías nobles del concejo gijonés

Tremañes como poblamiento soportaba estoicamente la devaluación de su territorio, las invasiones sin medida y sin control de mercheros, gitanos y payos, gente de todo pelaje y condición, sin que mediara más problema que la convivencia difícil de una parroquia se sentía como apestada y acorralada.

Y apestada fue y se consideró, porque de ser una parroquia rural en transición fue virando por acción de los especuladores hacia un territorio semi industrial donde la violencia se ejercía en cada esquina, aún recuerdo los miedos a la hora de transitar por algunas de sus oscuras caleyas.

Hoy la aldea se ha terminado convirtiendo el territorio en un gran polígono industrial que ha crecido sin control y sin tasa, y cuyos límites ahora son el pasto y bocado de las grandes fauces de las Sogepsa de turno, sin que parezca que este territorio este en la marcha contra el desafuero que se está cometiendo con algunas zonas de Gijón.

La utopía de ver territorios como La Calzada, Tremañes y Santa Bárbara unidos constituyendo una gran área suroccidental, ya no será posible, pues Tremañes ha pasado de un territorio acosado, a una parroquia arrasada, y como siempre los pocos vecinos que aún moran y que morarán por lo tiempos de los tiempos, sufren y padecerán del síndrome de la uralita, o sea condenados a contemplar desde sus ventanas los ondulados tejados frabriles que ya con fuerza asolan el territorio.

Ya no es un fenómeno solo de Tremañes, pues a Gijón se le está cercando a base de un férreo cinturón de polígonos industriales de fea factura y pero estética, el cual va desde la zona Sur hasta completar por el Oeste la sucia Arcelor.

Todo un conglomerado, que está logrando que una ciudad, que en su interior es paz y remanso y la cual se ha ido modelando hasta hacerse apetecible, sin embargo hoy sus extrarradios rurales y ruralizados estén siendo pasto de la peor estética y pésima planificación, que hacen penosa su visión desde el exterior.

Digamos que hoy presentamos para el que nos visita la más infame imagen posible, y en ello está cooperando la activa Sogepsa, y los especuladores de turno y la necesidad de dar abasto a tanta demanda industrial, auqnue hay otro desarrollo casi sin control y que en estos últimos meses hacen que la parroquia se levante grandes edificios a modo de modernos cuarteles mineros que convierten de nuevo a este territorio en una imagen viva de lo que no debe hacerse y que se ha hecho.


Víctor Guerra

domingo, 13 de mayo de 2007

Las escuelas de antaño


Lo cierto es que ser una parroquia grande como era Tremañes, con su poblamiento diseminado en varios núcleos, como eran en su momento Lloreda, La Juvería, La Fuente (a la cual se sumaba el barrio de La Dehesa), La Iglesia, La Braña, La Muria y La Picota, hacía que la población infantil estuviera muy distanciada y hasta se desconocieran como miembros de un mismo universo parroquial.

Esa diseminación cooperaba a que la población infantil y juvenil tuviera pocos lazos entre sí, debido a varios factores como la distancia que había entre ellos, la cual, por otro lado, era suficiente como para que no hubiese mucha necesidad de vernos y además esa situación nos garantizaba espacios propios de juego y hasta ámbitos de poder y liderazgos distintos. Situación que además se complicaba si se tiene en cuenta que cada zona tenía caídas escolares distintas: La Fuente tiraba para La Calzada; La Juvería subía a la concentración escolar de Lloreda, y La Braña, La Muria y La Picota más la zona de San Juan acudían a la escuela de Las Maravillas o ya bajaban directamente a Gijón.


Pero antes de acudir como escolinos de Primaria a otros lugares, la gente menuda del barrio o de la calle de los Pinos y aledaños, pues no había otra calle que ésta y la carretera general, aprendimos las primeras reglas de la disciplina y urbanidad en la improvisada escuela de doña Marujina, la esposa de don Eduardo, alias Michelón, un funcionario del Sindicato Vertical, buena persona y simpático como él solo.

Su señora ponía a funcionar en la cocina de su casa aquella especie de parvulario, donde los alumnos llevábamos el banco de casa y la bolsa del bocadillo. Allí aprendimos los «guajinos» de La Fuente las primeras disciplinas y urbanidades, garabateando en las piezas de pizarra a base de pizarrín y trapo. Tiempos de amores infantiles que duraron un par de años, y a los cuales nos tenían prendidos a aquella caterva de neños las piernas y el cuerpazo de aquella bella madame, sin hijos, que constituía nuestra segunda madre.

¡Qué inviernos aquellos al calor de la cocina de carbón!

Luego ya vinieron los años más duros, y con ellos el desperdigamiento de la pandilla, unos a Lloreda, con el temible don Augusto, y otros a distintos centros por los cuales peregrinó el personal. Era aquella primeriza concentración escolar de Lloreda donde a uno le daban una camiseta con el anagrama de «LL» de colegio público de Lloreda y unos pantalones azules para la gimnasia de saltos y carreritas. En ese centro había cine y comedor, aunque un servidor andaba y desandaba el camino desde Lloreda hasta La Fuente para comer en casa.

¡Lo que anduve en mis años escolares!

En esa primera concentración escolar donde nos daban la leche en polvo del «plan Marshall», teníamos como profesor a ese tal don Augusto, un maestro alto, de atlético cuerpo y recio bigote, el cual se gastaba todo un sortijón con el que nos daba unos coscorrones por los que hoy sería juzgado por el tribunal de menores y condenado a la pena capital.

Es de risa esto de las bofetadas con aquellos castigos de poner los dedos en racimo para que luego él pudiese dar a gusto reglazos sobre yemas de nuestros encarnecidos dedos a tutiplén. Otro ejemplar castigo era ponernos en los pupitres de rodillas con las espinillas en el canto de las mesas.

Otros, en cambio, tomaron la vía de Gijón, a base de andar todo el día de autobús, como los hijos de la Eloísa, la practicanta, Ángel y Eduardo, traviesos como los Zipi y Zape, cuyas andanzas por Gijón nunca las tuvimos muy claras. Algunos iban a las diversas escuelas que pululaban en la década de los años sesenta por La Calzada.

Dada nuestra maldad y trapacería, algunos, entre los que me cuento, terminamos recorriendo diversos tugurios académicos como el de la academia de don Paco, en el Grupo Francisco Franco, de El Natahoyo, donde sus hijas impartían clases mientras cocinaban, allí estaban las antípodas unas de otras: la matrona y consentidora Eloísa, la estiradísima Queti, excelente madame del «bondage» escolar, y admirada por todos por sus líneas y maneras, y aquella extraña Emma, de perfil inca y un precioso pelo negro y tan extraña en aquel ambiente.

Éstas eran las profesoras, del mismo palo que el padre, que era de pedernal, aunque algunas veces eran un poco más cariñosas, aunque tenían días.

El método didáctico del tal don Paco, que tenía colgadas en el cuarto de baño unas botas del Ejército (de caballería), era hacernos sumar y canturrear, de pe a pa, lo que se nos pusiera delante, igual sumábamos tres cifras que diez, pues de lo contrario lo sufrirían nuestras orejas, que amenazaban con soltarse de nuestra cabeza a cada momento, eso sí, para disfrute de nuestros padres, que comprobaban que la letra con sangre entra.

Las palizas con algunos eran de órdago y hoy serían de tribunal de justicia. Aquella jarca en largas mesas de madera sumábamos con pluma y tintero y en las tardes más lánguidas nos dedicábamos a la caligrafía de redondilla. Eran días se asueto y alegrías, aunque para otros era toda una tortura.

A este tirano de carnes blancas y blandas, el tal don Paco, le conocí un atardecer en el bar Casa Victorón, sito en el Carmen, y hoy restaurante Casa Víctor. Allí me examinó el cátedro, que me supongo hoy lo fuera en equinos más que en pedagogía. Puesto que mi padre veía que en Lloreda no avanzaba, hizo que pasara la prueba del ocho del tal don Paco, que prometió a mi progenitor hacerme un hombre de bien en pocas semanas, para sonrisa socarrona del camionero y cazador Minón, y el taxista de la calle de Álvarez Garaya, «Paxaraes», que ya conocían de qué iba el telar.

Como digo, al pedernal de don Paco le tenían sublevado y sobrepasado su dos nietos, hijos de Eloísa y un misterioso señor que veíamos de muy de cuando en cuando por la casa, a tales nietos les tildaba de badulaques y gandules, y si eso ya era malo, aún peor cómo los trataba, a patada limpia, como buen domador de pencos que debió ser.

Era la escuela del terror. Recuerdo que un día, a las nueve de la mañana, no sabía el sistema métrico decimal, que terminé de saber y recitar de carrerilla a eso de las once de la noche del mismo día y sin más alimento que el agua.
También le gustaba al tal don Paco ponernos de rodillas con los brazos en cruz y un buen montón de libros en cada palma de la mano, y nunca se olvidaba de colocar al lado del penitente a un soplón o cómitre, yo creo que en recuerdo de sus tiempos de «chusquero».

Había también un castigador escolar, o sea, un maltratador, el Maraña, pero eso quedará para otro día.

Buena escuela, si señor, por eso los la academia de don Paco sabíamos la leche, y hasta sin presionar la Biblia en verso. En los exámenes de entrada al instituto sacábamos las mejores notas.

Eso sí, en el Instituto, en le masculino número 2 de La Calzada, el relajo era total, algo incomprensible para aquellos que gobernaban el centro educativo: «Los Baberos», por aquel extraño corbatín a modo de babero que llevaban en aquellas épocas los Hermanos de La Salle, con don Germán a la cabeza como director.

Como digo, aquello fue un relajo y el desastre de todos nosotros al cabo de un par de trimestres, a los cuales hubo que buscarse mejores salidas que la escuela.

Ése era el marco educativo de nuestra parroquia, o el de algunos de los rapacinos de la aldea de Tremañes

sábado, 28 de abril de 2007

CONCHINA LA DEL NIETU


A falta de foto de Conchina, aquí está la que hizo el genial César (Fotógrafo naturalde Tremañes y naturalizado en La Calzada, detrás de esta casa (Finca Ramonita, vívia Conchina)


De rapacinos, en aquel apacible Tremañes de los años 60, por el cual de tarde en tarde, circulaban algunos coches por sus exiguas carreteras. Casi siempre en busca de algún enfermo, o de alguien que había pasado al Oriente Eterno, o simplemente algún vecino con pudientes. Aunque nos asombraba la presencia diaria del viejo autobús del Sr. Mena, el cual interrumpía con su inmenso Pegaso la carrera de chapas, que los chavales de La Fuente, montábamos por el eje asfaltado qie iba desde Casa Ramonita en dirección a las Casas de La Móvila.

Los verdes prados que nos rodeaban surcados de alguna que otra carretera, constituían los predios donde la hija de Maria el Nietu, Conchina una mujeruca de eterna pañoleta a la cabeza, de arrugadas facciones ya acartonadas como sí por ella hubiesen pasado siglos en vez de años, nariz aguileña y voz cantarina y con un imperecedero cigarrillo liado, un “ideales” de cuarterón colgando permanentemente de sus labios; tal personaje cuidaba un exiguo rebaño de vacas.



Tal duende vaqueiro era el fruto de nuestros dardos juveniles al que acosábamos queriendo robarle el cuarterón del tabaco, o insistiendo para que nos enseñase las piernas, o simplemente le hacíamos de rabiar tirando de aquellos trapos que remendaba una y otra vez, mientras que con la guiada que yendaba las vacas, que ramoneaban por las orillas de los caminos, salía en nuestra persecución enrabietada hasta los tuétanos.

Vivía en la conjunción del camino que iba desde La Fuente hasta la Iglesia de San Juan de Tremañes, y el caminín de que circunvalaba la finca de Jesús el del Estanco, adosada a tal muria de la finca aún hoy se puede contemplar la casa de Maria el Nietu, la cual habitaban además de Conchina, Rosario y Gerardo, sus hermanos.

Este personaje sacado de las viejas películas costumbristas era, como digo, toda una estrella en la parroquiapara adultos como para la chiquillería, tanto por su estampa, por sus decires llenos de redioses, a los cuales era tan aficionaba.

Algunos atardeceres, entrada ya la noche, llegaba hasta la casa de mis padres pidiendo el favor, ya conocido y siempre consumado, de que mi señor padre: Jesús el Moliñeru, le arreglase una y otra vez, sus desastrosas cataderas de hojalata.
Cacharros lecheros que no eran más que latas de acite reconvertidas, llenos de bultos y golpes producto del mal genio de su hermano Gerardo, que alguna que otra vez, cuando la violencia doméstica nos era más familiar, se los lanzaba a la cabeza desde la puerta de la cuadra.

Allá iba la pobre Conchina a casa de mis padres con sus desastrosos cacharros y de paso a picar algo, mientras mi padre refunfuñaba acerca de la imposibilidad de que aquellos cacharros pudiesen llevar una gota más de estaño, y le explicabami recordado padre por enésima vez, "que mejor era que Gerardo se estirase y comprase una catadera nueva", ante lo cual sumida en la humareda del “Ideales”, Conchina, hacía oídos sordos a tales monsergas.

Lo cierto era que la visita de Conchina constituía en mi casa todo un acontecimiento, pues el olor dulzón del ganado inundaba su persona y pronto se esparcía por tada la casa, que terminaba se impregnaba de sus innumerables “ideales” que pipeaban de su boca mientras su mente se perdía en innumerables recuerdos de antaño.
Todo ello tenía la virtud de ir rebajándole a mi padre su punta de mal humor y convenciéndole con sus dimes y diretes, que pusiese a calentar el estañador entre el carbón de la cocina para restañar tanto agujero y abollón, mientras le sisaba a mi progenitor algún que otro “celtas con filtro” o sea “cigarros de señorita” como ella decía.

Muchos días fueron los que nos entretuvo a los críos, esta entrañable mujeruca que en sus días buenos y al solaz de sus vacas nos daba una calada mientras nos pellizcaba las piernas.

Un día volví a la parroquia tras una larga ausencia y Conchina ya no estaba, se había ido al Oriente Eterno, me imagino que ahora se sentará junto a aquellos otros personajes tan típicos de la parroquia, como D. Ramiro el párroco casi siempre encerrado en aquel jaulón abacial de altos muros y del que decían que gastaba pistola, o Marina la Guardesa del paso anivel del "Carreño", que así llamábamos al FEVE en aquellos tiempos, era ésta una inmensa moza ya metida en años de buen ver y deslenguada como ella sola, que traía a raya a conductores e interventores del Carreño, y a todo quisqui que por su frontera pasara.

Me los imagino a todos ellos en sus sillas de viejos mimbres, allá por donde campea el olvido contemplando la vieja parroquia destrozada y envuelta en mil y un problemáticas, y recordando los viejos tiempos de Maricastaña.

Víctor Guerra García

domingo, 22 de abril de 2007

LA ALDEA PERDIDA: TREMAÑES


La Parroquia de Tremañes, sus límites, y la imaginación

Para una parte de los naturales de la parroquia de Tremañes, aquellos neños de la generación del 50 al 60, siempre nos ha parecido que nuestra parroquia era extensa e inmensa, aunque hemos ido viendo como ésta se desmembraba, se partía, se dividía, y se repartían sus trozos por unos denarios, sin que a nadie pareciera importale el drama que ello producía en gentes y territorios.¡ Qué lástima que no hubiera una Marcha Verde hace 30 años! Seguramente nuestra parroquia no tendría este desvertebrado aspecto de hoy.

Aquel territorio tremañense, cuna de decires gastronómicos como el “de Tremañes castañes”, o aquel otro más cruel y despectivo “en Tremañes males mañes”.

Pues como digo, esa parroquia para los chavales de la época, estaba marcada y acorralada por el ferrocarril, omnipresente en toda la aldea.
Comenzaban para nosotros la parroquia, otra cosa es lo que digan los geógrafos y los papeles, allá por el Oeste, aunque la verdad es que no conocíamos los puntos cardinales, sino otros puntos como son los lindes de Fresno, linde que marcaba aquel viejo paso a nivel del ferrocarril de Aboño, aunque en esa parte había un raro territorio, una frontera rara y extraña, que era la que marcaba la imaginaria línea que va desde el Puente Seco de Veriña a la zona alta de la Picota, en medio queda el poblado de Lloreda, que nos parecía a los guajes de la época lo más de lo más, en urbanizaciones. Sobrinos, algunos nunca habíamos bajado aún a Gijón.


El Norte lo marcaba la frontera clara y rayana de la RENFE, que limitaba y ponía al territorio a salvo de invasiones, el puesto fronterizo lo constituía aquella vetusta estación de Tremañes, y su tenebrosa caleyina, donde los críos pasábamos más miedo que vergüenza. Más de una noche tengo cogido la vieja carretera la Calzada- Moreda, y doblar en la zona del Plano, por encima de aquel viejo bar con bolera y caminar hacia La Fuente, un buen rodeo si señor, y todo por el pavor que me daban los chupasangres de La Caleyina, y aquellos escabrosos sucesos que nos leían del periódico de El Caso.

Frontera esta que se remarcaba con la marcaba la famosa Quinta de Pepe “El Pintu”, o sea la finca de la Quinta Marina”, con el paso a nivel del El Plano, y aquella cantinela de las madres ¡Cuidado y mucha atención al cruzar la vía! Aquel viejo paso con aquellos molinetes que eran deleite de los guajes y riña diaria por parte del personal ferroviario, custodio del paso con barreras. Aquel lugar, camino del Asilo Pola y de la Academia de D. Paco del Natahoyo, era donde se producían espantosos atropellos ferroviarios, que por aquellas kalendas se daban con tanta frecuencia, o eso nos parecía a nosotros.

El Sur lo marcaban por un lado las aldeas de La Muria y La Picota, pero no eran territorios que nos gustasen para corretear, tal vez nos daba miedo aquella especie de gueto humano que allí se estaba estableciendo, mezcla de etnias y lumpen., sin embargo el territorio de la Dehesa lo teníamos controlado Nuestra frontera aunque la marcarse otro ferrocarril como el Carreño con la Sra. Marina, una poderosa y madura guardesa, de amplias ancas y pechera.

La vía de Langreo, también corrí paralela a la divisoria de Este, limite a veces más virtual que real, nosotros nos saltábamos ambas y considerábamos como territorio natural y propio el Monte de la Mortera, ese mismo donde se encontró la estela dedica a la diosa romana de la salud: la Fortuna Balnearia.Aunque para nuestras infantiles mentalidades ese monte, en el que disfrutábamos como locos, era cuna y refugio de extraños maquis y depósitos de escondidas armas, y escenario de cruentas batallas y secretos inconfesables
.La Braña era un territorio lejano donde vivía un pariente: Avelino “El Perrisulu”.,Era un antiguo puesto avanzado, casi desgajado del resto de la parroquia, pues estaba por encima de la línea ferroviaria, era como digo, el antiguo puesto centinela cuando uno tomaba aquella larga recta de la Vizcaína que luego viraba para meterse por entre medias de la fábrica de Moreda, autentico tapón urbanístico, hacia El Plano.

Esos eran nuestros límites, nuestros campos de batalla, lugares de juego y correrías que se desarrollaban entre “caseríes” y quintanas, e incipientes urbanizaciones, perdidas entre leyendas que han caído en el olvido, como aquellas “quintas” donde parece que se alojó en su día Sagasti.Lo que son las cosas, hoy las fronteras las marcan los polígonos y las carreteras, y se han reducido nuestras amplios confines.

Lloreda es la frontera Oeste, el último bastión habitado que constituye con la última acción de Sopgesa en una auténtica isla desgajada del resto de la parroquia, la otra frontera con la Calzada lo sigue marcando la RENFE con un apeadero que ha perdido su viejo nombre que era Tremañes, ahora se denomina La Calzada.

Y con tal cambio desaparecimos del mapa, y nadie dijo ni pío.

La Braña y el Plano siguen siendo más que frontera, territorios testigos desfigurados de lo que fue este territorio, y como ya nos sabemos donde queda el Norte ni el Sur, hablamos de otros límites como el que marca la Autopista, que ha cercenado territorios y sueños, y enjaulado más si cabe a esta parroquia de romanos, y viejas huestes obreras, entre las que nos cupo tener a como vecino y paisano a Belarmino Tomás. Y para finalizar darle desde aquí las gracias A Xurde Morán. por ayudarnos a recobrar la memoria y parte de nuestro patrimonio.


Víctor Guerra García, un natural de Treñames